sábado, 16 de agosto de 2025

El bikini pionero


 Brigitte Bardot a la espera de que Franco autorizara el bikini

Agosto es un calvario para los periodistas que permanecen en sus puestos. Cerrados por vacaciones los innumerables gabinetes de prensa y ausentes los protagonistas habituales, estos profesionales ya poco acostumbrados a pisar la calle andan a la búsqueda de noticias capaces de aligerar el sopor del lector.

La indigencia agudiza el ingenio. Ante este panorama, cada verano algún meritorio de las redacciones resucita la historia del sempiterno alcalde de Benidorm, Pedro Zaragoza, dirigiéndose a El Pardo en Vespa para que Franco autorizara el bikini en las playas de una localidad pionera del turismo.

La historia es tan genial como falsa. La desmenucé en De mentiras y franquistas (2020: pp. 73-122) y la tesis doctoral de mi amigo Carlos Salinas ha corroborado la falsedad de un relato inocuo y divertido al servicio de la promoción de Benidorm. La ingeniosa patraña merece un recuerdo, y hasta una sonrisa, pero nunca como «noticia».

Algunos periodistas parecen recordar The Man Who Shot Liberty Valance (1962), de John Ford, donde un colega suyo, conocedor del origen de la leyenda del senador Ranson Stoddard, afirma «When the legend becomes fact, print the legend!». La frase también sirve para fronteras alejadas del Oeste.

Así, cada verano algún periodista publica lo fundamental de la historia sin entrar en detalles ni reparar en su inverosimilitud. El periodismo de investigación casi ha pasado a la historia y, dados los calores de agosto junto con la escasa remuneración por un artículo, no cabe exigir lo verificado. La patraña sigue su curso con la certeza de que nadie a la búsqueda de una historia curiosa y divertida consultará a un catedrático.

Los historiadores somos unos aguafiestas para la memoria basada en los relatos que han calado en el imaginario colectivo. Entre los mismos y «la verdad histórica», el lectorado prefiere los primeros, sobre todo en agosto. Al menos, y a diferencia de otras mentiras menos ingeniosas, en esta ocasión nadie sale perjudicado y cabe recordar a Pedro Zaragoza como un publicista de categoría. Sus iniciativas en este sentido marcaron una época de expansión para Benidorm.

A riesgo de volver a ser demandado como defensor de la mentira, en mis libros he agradecido la labor de los periodistas capaces de hacerme sonreír con estrafalarias patrañas. En Un franquismo con franquistas (2019: pp. 336-355), por ejemplo, recordé una noticia publicada en mayo de 1962: Mao Tsé Tung estuvo en Alicante durante la Guerra Civil.

La fuente de la patraña fue un limpiabotas que conoció por entonces a un hombre con rasgos achinados. El periodista, con la seguridad del fabulador, lo identificó con Mao y añadió el resto hasta publicar un texto tan delirante como divertido. Consultado un amigo que conoció al responsable de la exclusiva, me confirmó que en las charlas de redacción esa historia del líder comunista incluyó detalles dignos de una placa conmemorativa.



Chino camuflado (véase círculo rojo), que bien pudo ser Mao,  dispuesto a disfrutar de la paella alicantina. Fuente: Photoshop y Google.

Las noticias tan absurdas como curiosas son tentadoras. Así lo debió pensar Torcuato Luca de Tena, director de ABC, cuando el 23 de septiembre de 1953 prescindió de la censura previa para publicar que Lavrenti Beria, la mano derecha de Stalin, estaba en Málaga tras el fallecimiento del dictador soviético.

El bulo le costó el cese fulminante. No por su falsedad, sino por haber comprometido la política exterior del franquismo. El suceso cuenta con bibliografía y apenas merece la pena insistir en el tema.

No obstante, la historia oral me permitió conocer que por entonces en las redacciones de Alicante circuló el rumor de que Beria había sido visto paseando por la Explanada. Tras saltar en paracaídas en La Mancha no se encaminó a Málaga, como publicó ABC, sino a la más cercana capital levantina, donde disfrutó del sol y la luz de «la casa de la primavera».

Nadie rebatió la exclusiva. Entre otras razones, porque en 1953 ningún español había visto una foto de Beria y el asesino cincuentón podía pasear como un alicantino cualquiera. El problema era que, conocido el cese de don Cayetano, no convenía atreverse a condicionar la política exterior del régimen.

Mao no hizo la guerra en Alicante. Ni siquiera el amor, como afirmaba la noticia recordando el atractivo de las alicantinas y la paella para el líder chino. Beria acabó fusilado sin disfrutar de un paseo por la Explanada. Así de aburrida es la historia, pero el imaginario colectivo también forma parte de nuestra realidad, aunque se alimente de dislates veraniegos a falta de noticias.

De hecho, cuando hablo con amigos periodistas, les cuento estas y otras historias curiosas a la espera de que en agosto aparezcan como «noticias». Al menos, la probable sonrisa de los lectores avisados sustituiría al odio alentado por tantos bulos acerca de la actualidad.

 


martes, 12 de agosto de 2025

El cinismo de Leni Riefensthal


 

Leni Riefenstahl (1902-2003) fue una cineasta tan genial como nazi. La directora de El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938), dos películas imprescindibles en cualquier historia del cine, tuvo una estrechísima vinculación con el régimen de Adolf Hitler. Incluso con el propio líder, que confió en su buen hacer cinematográfico para desarrollar una actividad propagandística que, a estas alturas, permanece al margen de cualquier duda.

La directora alemana sobrevivió al nazismo y, tras un período benévolo de condena, permaneció libre de toda responsabilidad por su colaboración con Hitler y Goebels. La circunstancia no es excepcional. Al contrario, los aliados fueron conscientes del grado de penetración del nazismo en la sociedad alemana y optaron por centrar la culpabilidad de lo sucedido en unos pocos nombres. Leni Riefenstahl, amparada en su condición de cineasta, quedó libre y hasta pudo continuar con su carrera.

La decisión de los aliados es polémica y todavía constituye un motivo de debate entre los historiadores. Mucho se ha escrito al respecto y no puedo aportar algo significativo en este sentido. Sin embargo, siempre me sorprendió el grado de cinismo de una Leni Riefenstahl que durante décadas desligó su obra cinematográfica de las tareas propagandísticas del nazismo.


Leni Riefensthal con Adolf Hitler

José Luis Sáenz de Heredia (1911-1992), el director de Franco, ese hombre (1964), no es una referencia inexcusable en la historia del cine universal, pero fue más consecuente que su colega alemana como propagandista de una dictadura. Aparte de dirigir películas geniales como Historias de la radio (1955) y escribir apreciables textos literarios, el cineasta franquista asumió su militancia con rasgos propios de un carácter independiente. Su encuentro en Madrid con Luis Buñuel, cuando el aragonés vino a rodar Viridiana (1961), revivió los tiempos republicanos de Filmófono y propició el abrazo de quien, agradecido por haberle salvado la vida durante la guerra, acogió al exiliado y reanudó una conversación interrumpida durante veinticinco años.

El talante de José Luis Sáenz de Heredia y otros representantes culturales del franquismo siempre me ha hecho pensar que, si hubiera dependido exclusivamente de ellos, la dictadura habría sido menos dramática y más breve. Ningún jerarca del régimen les tuvo demasiado en cuenta, tampoco el propio Franco, pero poco a poco fueron dando muestras de una cierta flexibilidad que sin duda allanó el camino hacia la democracia. De hecho, esta última tuvo un adelanto en la vida cultural sin el consiguiente correlato en otros que fueron mucho más retardatarios.

José Luis Sáenz de Heredia nunca disimuló su trayectoria porque, como individuo alejado de lo cerril, evolucionó hasta el punto de andar en compañía de «la chica ye-yé» y los jóvenes comunistas de la Escuela Oficial de Cine mientras preparaba la hagiografía del Generalísimo. Al cabo de los años, me habría gustado hablar con él para escuchar las sin duda sabrosas anécdotas de un hombre que disfrutó de la vida y nadó entre contradicciones que a veces afloran en sus películas. Leni Riefenstahl, a diferencia de su colega, conoció la derrota política y optó por un cinismo patético para negar lo evidente: su estrecha e intensa colaboración con el nazismo. Nunca habría disfrutado conversando con ella acerca de sus proezas cinematográficas porque, además de cínica, conservó hasta su fallecimiento el fondo intolerante y violento de una nazi.

Al ver el documental Riefenstahl (2024), de A. Veiel, he sentido la repugnancia de quien observa el comportamiento de una mentirosa compulsiva a la búsqueda de las más disparatadas coartadas. Lejos de mostrar un mínimo agradecimiento por la benevolencia con ella de quienes derrotaron al nazismo, la cineasta prueba la incapacidad de buena parte de la sociedad alemana a la hora de reconocer su pasado. Sus excusas no carecen de alguna razón histórica, pero resultan patéticas por la carencia de sinceridad.

Este vínculo con un pasado problemático ha estado presente, como referencia análoga, en el último capítulo de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Lo he intentado comprender a la luz de las reflexiones del filósofo Karl Jaspers, imprescindibles cuando se habla de la responsabilidad, siempre individual en primera instancia, por un «pasado oscuro» (Álvarez Junco). Otros autores como Primo Levi también me han ayudado en la tarea.

Al concretar las reflexiones de Karl Jaspers, recuerdo haber encontrado un ejemplo similar al del cinismo de la cineasta. Lo cita Raul Hilberg en Memorias de un historiador del Holocausto (2019), un volumen fundamental para comprender la parcelación de la responsabilidad represiva. El ministro de transportes del régimen nazi y, por lo tanto, responsable de los servicios ferroviarios que conducían a los presos hasta los campos de concentración donde morirían, preguntado al respecto durante los juicios de Núremberg, alegó que solo se trataba de un transporte de viajeros y que, él, a título individual, nada tenía que ver con su trágico destino.


La vía férrea que conducía a Auschwitz. Fuente: RTVE

La condena moral o ética del cinismo como salvaguarda ante cualquier responsabilidad carece de sentido en el trabajo de un historiador, que debe optar por desentrañar las razones de este comportamiento más allá de lo individual. Así he procedido a la luz del caso alemán, con tantos estudios desde la derrota del nazismo, para comprender el paralelismo con lo sucedido en la jurisdicción militar durante la Victoria, que no posguerra. El resultado aparecerá en La colmena, el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

 

domingo, 10 de agosto de 2025

Un máster en ganchillo y bolillos


 

El estado natural de mi abuela, al menos por las tardes, era sentada, el pelo recogido en un moño, las gafas justo en la punta de la nariz y afanada con el ganchillo. Así horas y horas, mientras escuchaba la radio o vigilaba mis correrías por las aceras de una calle sin tráfico apenas.

La consecuencia eran tapetes de ganchillo repartidos por toda la casa. Tampoco fuimos originales en este sentido. Solo nos singularizamos cuando mis padres descartaron la compra de un toro o una sevillana para decorar el televisor, con tapete, que llegó a casa en 1963. La proclamación de Pablo VI fue nuestro debut familiar como espectadores. Menos mal que pronto triunfaron los Monster de «tenebroso recuerdo».

Mi abuela dibujaba su firma, pero poseía unas probadas cualidades en cuestión de matemáticas aplicadas. Jamás la vi contar los puntos dados al ganchillo. Aquella cuenta la debería llevar de una forma misteriosa porque, al final, el dibujo del encaje era simétrico.

Su memoria también era motivo de asombro familiar y vecinal. Mientras hacía las tareas domésticas, ella cantaba como tantas mujeres de la época. Su especialidad era el cuplé con letra digna de Rafael de León, sin menoscabo de algunas canciones de las sicalipsis de sus veinte años, que también fueron los del siglo.

La primera vez que supe de las andanzas de «la pulga», que desde 1906 se solazaba donde no debía, fue gracias a mi abuela. La cantaba con toda la letra y la necesaria picardía, tan ingenua, para hacerme reír con la gestualidad aprendida en su juventud: «rápida salta y se esconde/ ya me ha picado y no sé dónde».

Esas pulgas juguetonas, pasadas las décadas, son tan entrañables como los recuerdos de una generación de mujeres dispuesta a disfrutar de «los felices veinte», aunque la pareja fuera obrero metalúrgico y serio como un palo. Muchos años después, atento a las desventuras de algunas vedettes y cupletistas, averigüé el origen de una canción resucitada por Sarita Montiel, que por entonces y a mi edad formaba parte de lo prohibido. Se decía que, cuando aparecía en la pantalla, la temperatura de los cines aumentaba y eso, claro está, «no tiene solución»:




Aquellas canciones y las romanzas de las zarzuelas a veces se interrumpían por alguna circunstancia. El momento era de expectación familiar, pues con independencia del tiempo transcurrido la abuela las retomaba justo donde las había dejado. El botón de Pause no suponía el olvido para quien me enseñó canciones ahora recuperadas en mis trabajos u ocios sin conseguir memorizar las letras. En caso de duda, consulto a la compañera de toda la vida, que las recuerda y me sorprende.

Manuel Vicent recrea una memoria más remota, pero que comparte anécdotas comprensibles para mi generación. El novelista ha evocado la salida hacia el colegio para asistir a las clases vespertinas. Las radios estaban encendidas en todas las casas y con las mismas canciones en su sintonía. De hecho, Manuel al principio podía escuchar el planteamiento -«él vino en un barco de nombre extranjero»-, saber del nudo a la altura de la siguiente manzana -«y voy sangrando lentamente/ de mostrador en mostrador»- y llegar al colegio cuando el polivalente desenlace sonaba en cada casa: «Mira su nombre de extranjero/ escrito aquí, sobre mi piel./ Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él». ¿La había dejado embarazada o era una pasión desatada?

Yo no disfruté de esa maravilla de la canción itinerante porque en los sesenta la televisión empezó a sustituir a la radio. No obstante, cuando las emisiones cesaban a primera hora de la tarde, los seriales todavía estaban presentes en cualquier casa. Hace años escribí sobre las andanzas de Guillermo Sautier Casaseca, «el rey de la lágrima» (Un franquismo con franquistas, 2019). El personaje era de cuidado, de mucho cuidado, pero reconstruí su trayectoria con el cariño que merece el recuerdo compartido.

Ahora, cuando tanta gente recurre a la IA para menesteres propios del saber escribir o simula un CV plagado de títulos con algún término en inglés, comprendo que mi abuela hizo uso de su inteligencia natural para cursar un máster en ganchillo. Incluso, provista de un mundillo, se doctoró en bolillos con puntos como «el de la loca» o encajes propios de la frivolité.

Y, además, puso una banda sonora al arreglo de la casa sin necesidad de la tecnología. Lola mantuvo la memoria de lo escuchado cuando era joven, aunque -ya en sus últimos años- aceptó que algún meritorio presentado por «el Íñigo» de la televisión pudiera equipararse a Manolo Escobar, que cantaba a su «madrecita» para alegrar a tantas mujeres de aquella generación. Sin generalizar, fueron numerosas las que pasaron por la vida dando mucho a cambio de casi nada.

Esas abuelas más sonrientes que cascarrabias fueron jóvenes. Así me gusta imaginarlas con la ayuda  de mi trabajo como historiador porque merecen el agradecimiento por el tiempo dedicado a cuidarnos, el deseo de mantener viva su memoria y la voluntad de testimoniar los límites de unos silencios que, a menudo, resultaron obligatorios porque formaban parte de una derrota mucho más entrometida que la contumaz pulga.

martes, 5 de agosto de 2025

El verano de Cervantes


 

La cronología es importante en la historia de la literatura, pero en clase, aparte de aportar algunas fechas, sobre todo insisto en la edad de los autores cuando escribieron sus obras. Un dato que, como tantos otros, conviene relativizar para enmarcar su trascendencia en el contexto histórico donde aparecieron esos dramas, poemas o novelas.

Los dieciocho años de Adela, la protagonista de La casa de Bernarda Alba (1936), de García Lorca, ya no son los de mis alumnas. Los ejemplos relacionados con las distintas valoraciones de las edades son numerosos. El valor simbólico o connotativo de las mismas varía a lo largo de la historia y la circunstancia también afecta a los autores. No obstante, siempre habrá obras de juventud, madurez y vejez. Don Quijote forma parte de estas últimas.

Miguel de Cervantes debió arrastrar mucho pasado, con las consiguientes derrotas y desilusiones, para escribir su obra maestra desde la consciencia de un momento de balance. Esta obviedad aparece explicada en infinidad de estudios, pero la percibimos apenas nos adentramos en su lectura, especialmente cuando la misma se convierte en una relectura al cabo de los años.

La memoria no es precisa, pero recuerdo haber disfrutado con las andanzas del caballero andante poco después de una licenciatura tan caótica, por darse entre 1975 y 1980, que ni siquiera incluyó la lectura de la inmortal obra. Ya doctorando solventé esta carencia de manera autogestionaria como tantas otras. Gracias también a una edición regalada por mi padre, que pensó en Don Quijote como la obra imprescindible para un hijo empeñado en ser profesor de literatura.

Nunca he impartido un curso sobre la narrativa cervantina, pero las referencias a su novela aparecían en muchos de los estudios consultados para preparar las clases. La consecuencia fue una segunda lectura cuando obtuve la cátedra con la madurez de los cuarenta. Entonces la comprendí mejor y empecé a disfrutar de mi propia lectura, la ajustada a mis inquietudes como lector.

Hace un par de años participé en las andanzas quijotescas con la conciencia de una edad similar a la del autor cuando las escribió. El resultado fue luminoso. Por eso comprendo y comparto el apego de Antonio Muñoz Molina a una novela que le he acompañado desde joven. Un amor traducido en dedicación quintaesenciada por el paso del tiempo, justo el necesario para alcanzar la sabiduría que destila cada página de El verano de Cervantes (2025).

Antonio Muñoz Molina es de mi quinta, como la mayoría de los autores que sigo desde hace décadas porque son «los amigos de las estanterías». Y, de la misma forma que disfruté con su Ardor guerrero (1995), gracias a compartir una mili a principios de los ochenta, ahora después de otras muchas lecturas de sus obras he disfrutado con el relato de sus experiencias como lector en torno a una novela de la que nunca dejaremos de hablar.




La conversación con el autor ha sido fructífera y, al dejar el libro en la estantería, también he colocado El último vuelo (2025), de Fernando Castillo, un amigo al que sigo desde hace años. El prólogo de este último viene firmado por Antonio Muñoz Molina como gesto de admiración y amistad. Lo leí y mentalmente subrayé la idea de la gratuita curiosidad que preside la creación de los ensayos dedicados por Fernando Castillo a una época histórica, la situada entre los años treinta y cincuenta, donde siempre acierta a iluminar lo secundario, que acaba siendo lo más clarificador.

Tal vez sea vanidad situarme junto a dos amigos de las estanterías, pero Antonio, Fernando y yo andamos por la misma edad. Me correspondería el papel del hermano pequeño. Al cabo de las décadas, la experiencia se iguala y puede ser compartida. También las lecturas enriquecidas por años donde la ficción y la realidad han protagonizado un diálogo del que toca aprender para hacer el correspondiente arqueo.

El balance suele prologar el final, pero es un momento de libertad para escribir o leer al margen de cualquier imperativo, sin atenerse a intereses circunstanciales dejados atrás porque hemos vivido lo nuestro. Esa libertad alumbró una obra genial. La equiparación con su autor sería absurda. No obstante, queda la idea de aprovechar al máximo un período con las ambiciones remansadas. El objetivo pasa por escribir desde la memoria y la experiencia gracias a una brújula que señala un norte donde prevalece el placer de la conversación con los amigos a quienes deseamos contar viejas historias, las conocidas a fondo. Las hechas nuestras por el paso del tiempo.

domingo, 3 de agosto de 2025

La acera era nuestro parque temático


 

La foto donde aparezco junto con mi abuela Dolores y Federico no forma parte del archivo visual de la posguerra. Ni siquiera de los años cincuenta. Uno ya tiene sus años, pero cumplí los cuatro en 1962, cuando alguien desde la calzada de mi calle, por donde apenas circulaban los vehículos, inmortalizó un momento de la cotidianidad que relaté en Contemos cómo pasó (2016).

Aquel libro lo construí a base de conversaciones familiares para combatir la amenaza de una grave enfermedad. El recuerdo de la infancia, compartido entre sonrisas cómplices, une y fortalece. La sanidad pública hizo el resto. Diez años después todavía aprovechamos la tranquilidad del verano para evocar esos episodios de un período en blanco y negro, como los propios recuerdos, pues nunca hemos conseguido imaginar nuestra infancia en colores.

Los veranos de los primeros años sesenta eran sinónimo de vacaciones, pero solo escolares. Mi padre estaba pluriempleado también durante la época estival y mi madre seguía tricotando para medio barrio. Lo de salir fuera vino después y solo gracias al Banco de Vizcaya, que tenía una residencia para los empleados donde podíamos ir los familiares a precios módicos. Esa política empresarial, tan propia de la época, ha pasado a mejor vida.

Mientras llegaba la aventura de viajar cincuenta kilómetros en un Tiburón -de «un cliente muy simpático del banco»- para veranear cerca de Benidorm, las tardes veraniegas las pasaba en la acera de la calle. Vista la foto, hasta tenía un triciclo, lo cual casi suponía un privilegio a compartir con los demás compañeros de juegos. Ellos también me prestaban sus canicas o alguna pistola para reemplazar el cañón del dedo índice y protagonizar aventuras bajo la mirada de la abuela sentada en una sillita. Allí hacía ganchillo, que era lo suyo mientras lucía «un alivio de luto» por ser verano. De hecho, teníamos tapetes de ganchillo en todos los rincones de la casa. Mi familia no fue peculiar en este sentido. Ni en ningún otro.

La acera no era un parque temático, pero la imaginación suplía esta circunstancia. Todavía recuerdo que corríamos una distancia convenida con mi abuela como cronómetro en voz alta. Las posibilidades de batir el récord aumentaban gracias a quien espaciaba el recuento de los segundos. El truco luego lo apliqué a otros juegos en solitario que recreaban las más variadas competiciones deportivas. Nunca he vuelto a ganar tantas medallas.

La panoplia de juegos no era una caja de sorpresas. Sin embargo, teníamos algunas visitas para alegrar la tarde. Los burros eran unos asiduos. Uno, conducido por un lugareño con boina, llevaba en sus alforjas sangre cocida, sangueta, para la merienda de niños y mayores. Las condiciones higiénicas del manjar debieron someter a prueba nuestra inmunidad. Los supervivientes, superada la selección de la especie, hemos llegado a la vejez sin melindres gastronómicos.

Aquel burro era un habitué, pero el de las grandes ocasiones venía tirando de un carrito con dos bancos en los laterales. La escena, idealizada, está presente en Un rayo de luz (1960), protagonizada por Marisol. Nosotros no disponíamos de la modernidad de un poni frente a la tradición del burro. Tampoco cantábamos una alegre canción, nadie nos bendecía a nuestro paso y el tecnicolor habría sido improcedente para reflejar la imagen de unos niños montados en el carrito previo pago de unas «moneditas». El objetivo de la aventura era dar la vuelta a la manzana, pronto convertida en una odisea digna del recuerdo.




Así pasábamos las tardes de meriendas, carreras y paseos tirados por un burro, pero recuerdo que, como en las mejores películas, hubo una especial. El padre de Federico era «el señor Pepe», el del camión que traía cerveza desde Madrid. Todos lo sabíamos porque casi vivíamos en comunidad. Una tarde, previo aviso a la vecindad, la expectación era enorme porque el vetusto camión a veces aparcado en la calle había dado paso a otro flamante que iba a ser exhibido como la llegada de la modernidad.

Apenas conservo imágenes de aquella tarde. Ni de otras muchas, pero recuerdo que cuando llegó el señor Pepe con el Pegaso paró en la puerta de la foto, colindante con la de su casa. El hombre bajó con el motor en marcha e invitó a la chiquillería para que se montara en aquel armatoste que parecía galáctico en comparación con el carrito del burrito. Todos subimos, con nuestros pantalones cortos y la merienda -«cuidado no se te caiga la mortadela»- y dimos la vuelta más triunfal a la manzana.

La modernidad había llegado y el señor Pepe la compartió. Quince años después, ya jubilado, le encontré en un mitin celebrado en un bajo de aquel mismo barrio. Yo era un irreconocible barbudo universitario, pero me acerqué, di un beso a la señora María, pregunté por Federico, que era el nuevo camionero si no recuerdo mal, y recordé con ellos aquella vuelta triunfal a la manzana, de la cual mi abuela no contó los segundos tardados porque, esta vez sí, había una verdad indiscutible: aquel Pegaso era insuperable.


viernes, 1 de agosto de 2025

¿Dónde falleció Antonio de Hoyos y Vinent?


 Carnet de periodista de Antonio de Hoyos y Vinent depositado en el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa

La bibliografía sobre Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1940) es notable, pero no me consta que los autores de la misma hayan consultado el sumario 1442 del Archivo General e Histórico de Defensa. Esta carencia ha permitido la transmisión sin pruebas de algunas circunstancias biográficas relacionadas con la última etapa del escritor, que espero queden corregidas cuando aparezca el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra, donde el aristócrata afiliado al Partido Sindicalista contará con un extenso capítulo.

A partir de las memorias carcelarias de Diego San José, corroboradas en este punto por las del también preso Rafael Sánchez Guerra, se tiene como cierto que Antonio de Hoyos y Vinent falleció en la cárcel de Porlier completamente abandonado por su familia y allegados. La documentación del sumario, sin embargo, incluye varios avales para intentar salvarle de lo que parecía inevitable a tenor de su deplorable estado de salud y un certificado hasta ahora desconocido:

Según el certificado del 15 de enero de 1944, emitido a instancias del juez militar que lo creía fallecido en la cárcel y firmado por el juez municipal Enrique Gómez de la Granja, Antonio de Hoyos y Vinent falleció el 12 de junio de 1940 en un domicilio de la calle Hermanos Miralles, n.º 54 -ahora General Díaz Porlier-, del madrileño barrio de Salamanca.

El documento contradice lo supuesto por el propio juez militar y lo afirmado por Diego San José, así como otros autores que han concedido credibilidad al testimonio del compañero de la cárcel de Porlier. La memoria puede jugar estas pasadas y es posible que el amigo no recordara con exactitud lo sucedido en aquellas trágicas fechas. Sin embargo, también cabe la posibilidad de que el certificado incluyera datos falsos -el tiempo transcurrido hasta su firma es notable- por la presión de quienes cuatro años después no deseaban ser los responsables de la muerte en la cárcel de un aristócrata con una familia de vencedores.

De hecho, las consultas efectuadas durante estos años me han permitido constatar la existencia de documentos con datos falsos, a veces por errores de los redactores y en otras ocasiones por la voluntad de «reconstruir» documentalmente lo sucedido sin prestar atención a la necesaria coherencia. Los ejemplos están presentes hasta en el cuidado sumario de Miguel Hernández.

Las dos posibilidades acerca del lugar del fallecimiento por causas naturales son verosímiles. Incluso es posible que José M.ª de Hoyos y Vinent protagonizara la dramática escena descrita por Diego San José y, en el último momento, gestionara el traslado del hermano a un domicilio de la acomodada familia. En estos casos el historiador debe ponderar las diferentes versiones acerca de una misma circunstancia -la localización del fallecimiento-, que probablemente nunca aclararemos con absoluta certeza.

La duda es consustancial con el conocimiento, como subrayara Victoria Camps en un prontuario de recomendable lectura (Elogio de la duda, 2016) que tengo presente a la hora de escribir sobre temas históricos. La aparente firmeza de «la verdad» en las materias objeto de estudio supone a veces una impostura.

En cualquier caso, siempre es preferible dudar a partir de una documentación que contrasta con un testimonio que creer a pie juntillas el mismo por la falta de consulta de esa documentación. El acercamiento a la verdad requiere la suma de voces y fuentes que a menudo resultan discordantes, aunque en este caso coincidan en el drama de un fallecimiento tras pasar por la cárcel de Porlier, donde era difícil exagerar o destacar a la hora de protagonizar motivos para el recuerdo.


martes, 29 de julio de 2025

Hemos llegado a las 200.000 visualizaciones

 


En septiembre de 2010 acababa de publicar El tiempo de la desmesura, una monografía sobre las películas cuyo rodaje se vio interrumpido por el inicio de la Guerra Civil. La búsqueda de información me permitió recopilar bastantes fotos curiosas de los intérpretes de la época y lamentaba no poder incluirlas en la edición. Al comentarlo en casa, mi hijo, que por entonces tenía trece años, me dijo que si abría un blog podría difundirlas sin ningún problema. La idea me pareció interesante y, sobre todo, era una oportunidad para que Antonio pudiera sentirse orgulloso de ayudarme en el trabajo gracias a sus pinitos en la informática.

Así nació este blog, el 11 de septiembre de 2010, como el resultado del empeño de un hijo y un padre confabulados para acometer una tarea que diera mayor difusión a lo investigado. El título respondía al momento, pues el citado libro estaba protagonizado por vedettes que triunfaron durante la II República y el blog no aspiraba a ir más allá.



El "perfil" original de la cuenta del blog en 2010

Tras publicar algunas entradas con esas fotos de las vedettes, la idea del blog siguió siendo una oportunidad de pedir ayuda a Antonio, que redactaba al dictado las pocas entradas publicadas cada año y las componía con algunas imágenes. Así permaneció durante una década, hasta que mi hijo terminó el grado de Ingeniería Multimedia y se doctoró en 2024. Actualmente, es profesor de la UA y me utiliza como cobaya para sus trabajos relacionados con una IA al servicio de la docencia:



Junto con Antonio el día de la firma de su contrato como profesor de la UA

El blog llegó a las 100.000 visualizaciones el 1 de agosto de 2022 y, desde el año siguiente, la elaboración de las entradas corre a mi cargo, aunque para hacerlas debo utilizar un perfil donde aparece una caricatura de mi hijo como jugador de baloncesto con chupete. Solo a partir de entonces fui consciente de las verdaderas posibilidades del blog para difundir mis tareas universitarias y lo convertí en un instrumento de trabajo. El resultado fue un mayor número de entradas y un incremento notable del tráfico. De hecho, tardé doce años en completar esa cifra y la he doblado en tan solo tres, como se puede comprobar en la captura del apartado de estadísticas tomada ayer:


El incremento del tráfico fue evidente desde 2022, pero el verdadero punto de inflexión llegó en marzo de este año. Desde ese mes el total nunca ha bajado de 5000 visitas mensuales y en dos ocasiones superó las diez mil. Las 913 entradas publicadas tienen una media de 219 visitas, pero la cifra sería muy superior si solo consideráramos las publicadas durante los últimos seis meses.

El veterano blog ha alcanzado los objetivos previstos y cuando complete las mil entradas dará paso a otro con apariencia y tecnología más propias del momento. Su título será Memoria y ficción porque, a partir de su aparición, trataré de explicar los vínculos de la memoria con la ficción en unas entradas donde el humor volverá a estar presente. 

La tarea relacionada con los consejos de guerra quedará completada con el tercer tomo de la trilogía, cuyo original lo entregaré a la editorial en septiembre, y una web donde incluiré nuevos sumarios analizados además de recopilar los ya estudiados. Hoy mismo he solicitado al Archivo General e Histórico de Defensa la copia de diecisiete nuevos sumarios relacionados con periodistas y escritores. En definitiva, la completaré al cabo de doce años de investigación, pero también quiero volver a poder sonreír mientras escribo y esa sonrisa estará presente en el nuevo blog como invitación a compartir una ficción que estimula la memoria.